De la pluma de Charles Spurgeon:
Cuidado con hacer caso omiso del pecado o considerarlo con ligereza.
Cuando recién nos convertimos, nuestra conciencia es tan tierna que
tememos pasar por alto el mínimo pecado. Los recién convertidos
experimentan una timidez santa o un temor piadoso de posible ofensa
al Señor. Lamentablemente, el delicado retoño de este fruto maduro
enseguida cae por culpa del trato brusco del mundo circundante; la
nueva y tierna plantita de verdadera devoción enseguida se convierte
en una fácilmente influenciable.
Sí, es una triste verdad pero hasta el cristiano más maduro llega
gradualmente a desarrollar callosidades y el pecado, que una vez lo
alarmó, ya no le molesta en lo más mínimo. Poco a poco nos vamos
familiarizando con el pecado hasta llegar a ser como aquel que ha
estado expuesto a las explosiones del cañón durante tanto tiempo que
ya no percibe los sonidos suaves. Al principio, hasta el más leve
pecado nos sobresalta, pero enseguida decimos: «Bueno, este es uno
pequeño.» Luego, se nos presenta un pecado más grande, seguido de
otro, hasta que vamos poco a poco pensando que solo son problemas
menores. Enseguida este pensamiento inunda nuestra mente con un
pensamiento no santo: «Bueno… hemos tropezado un poco y caído en
algunos pecadillos, pero mayormente tratamos de ser rectos. Podremos
haber pronunciado una palabra pecaminosa, pero la mayor parte de
nuestra conversación ha sido coherente con la de un cristiano».
Enseguida empezamos a disminuir la importancia de nuestro pecado,
lo cubrimos con un manto que lo disimule y le damos nombres
simpáticos e ingeniosos.
Querido cristiano, cuidado con tomar el pecado tan a la ligera. «El
que piensa estar firme, mire que no caiga» poco a poco (ver 1
Corintios 10:12, RVR 1960). ¿Pecado? ¿Poca cosa? ¿No es un veneno?
¿Quién conoce su efecto mortífero? ¿Pecado? ¿Insignificante? ¿No son
incluso las «zorras pequeñas» las que «arruinan nuestros viñedos»(Cantares 2:15)? ¿No sabes que el pequeño coral puede crecer hasta transformarse en una roca capaz de hundir una flotilla? ¿No son los
pequeños pero persistentes golpes los que al final pueden hacer caer
al gran roble? ¿No es el lento pero constante goteo del agua el que
termina por erosionar piedras enormes?
¿Pecado? ¿Insignificante? ¡Coronó la cabeza del Redentor con
espinas y traspasó su corazón! Fue la verdadera razón por la que
sufrió angustia, congoja y aflicción. Si pudieras medir hasta el
mínimo pecado a escala de la eternidad, huirías de él como si fuera
una serpiente y aborrecerías el mínimo indicio del mal.
Presta atención a todos y a cada uno de los pecados que en realidad
crucificaron a tu Salvador, y los verás como en «extremo
pecaminosos».
De la pluma de Jim Reimann:
A nadie le gusta ruborizarse, pero si nada te produce eso, puedes
haber cauterizado tu conciencia pensando con liviandad en tus
«pecadillos». Jeremías advirtió a los de su época diciendo: «Tienes el
descaro de una prostituta; ¡no conoces la vergüenza!» (Jeremías. 3:3).
Más tarde, dio este mensaje de parte de Jehová: «¿Acaso se han
avergonzado de la abominación que han cometido? ¡No, no se han
avergonzado de nada, ni saben siquiera lo que es la vergüenza! Por
eso, caerán con los que caigan; cuando los castigue, serán derribados»
(Jeremías 6:15).
En vez de volvernos duros y fríos, que volvamos a aprender a
ruborizarnos. Que nuestra oración de hoy sea como la de Esdras:
«Dios mío, estoy confundido y siento vergüenza de levantar el rostro hacia
ti, porque nuestras maldades se han amontonado hasta cubrirnos por
completo; nuestra culpa ha llegado hasta el cielo» (Esdras 9:6).